miércoles, 7 de abril de 2010

Centinela

Tenía la mirada más triste que he visto nunca jamás.
Si fijabas por un instante la vista en sus pupilas, casi como que podías leer las páginas del libro que historiaba una vida llena de sufrimientos. También de vivencias, como es lógico a alguien que cambió materia por tiempos, pertenencias mundanas por la despreocupación del que no puede ser llamado indigente, solo y sencillamente porque eligió. Y el que elige, no carece.
Siempre y desde chico, me persiguió su imagen casi mágica.
No sé bien porque me llenaba de paz solo pensar en él.
Es extraño, muy extraño. Para cualquier chico en esas edades, sería el miedo en formas físicas, en cambio para mí, fueron historias llenas de aventuras quijotescas.
Merodeaba el barrio. No, merodeaba no es lo correcto, patrullaba el barrio, como un macho alfa que resguarda celosamente su tácito territorio. Y para mí, el barrio se sentía más seguro, cuando él estaba a la vista.
Sé que no trabajaba, obviamente, pero nunca lo vi pedir. Y si bien, jamás supimos si tenía casa o lugar donde vivir, era de creerlo, porque detrás del ropaje en constante deterioro, la limpieza e higiene personal era inobjetable y cuidada.
Tenía casi un sexto sentido, porque una y cada vez que me sentía solo o perdido, lógicas condiciones de un chico para esa edad sin un padre, y con una madre demasiado preocupada por sí misma y en logros “socio-materiales” personales, en esos momentos al elevar la vista increíblemente y a lo lejos, distinguía su mirada llena de brillos y ternura. Casi como un abrazo. Pero jamás se acercaba. Mantenía prudentes distancias, aun así lograba ver sus ojos y sentir la compasión en ellos.
Ya crecimos, ya somos “grandes”, pero a veces siento la necesidad de levantar la vista y encontrar la tranquilidad al verlo atento, vigilante, casi como cuidándome. Pero lo sé imposible ya.
Aun no puedo quitar de mi mente su imagen en la camilla, presta a ser subida a la ambulancia que lo saco de nuestro barrio, y vidas, hace unos pocos años.
No sé porque pero lo recuerdo como el día más triste de mi vida.
Ya no volvimos a verlo. Ya nunca más me sentí tan seguro.
Qué ironía de la vida fue tenerlo al alcance de mis manos justamente en los instantes previos a su muerte. Verlo estirar sus antiguas y ajadas manos hacia mí, y ver el brillo desesperado de sus ojos al mirarme.
Era un hombre avezado en la vida, pero me sentí nuevamente ese chico solo y desamparado, ante su presencia y dolor.
Que increíble, ahora y después de tanto tiempo caigo en cuentas del color de sus ojos, semejantes a los míos. Qué cosa, no??.
Con razón todos los días de mi vida lo recuerdo, una y cada vez que miro un espejo, y el reflejo me devuelve la misma mirada y sensaciones. Brillos y ternura. Paz y compañía.
Qué cosa, no???.

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